La primera vez que viajé a Burkina Faso como cooperante de WendBeNeDo conocí a Bouba. Un niño de 15 años huérfano de madre y con una desnutrición tan severa que su aspecto físico parecía el de un niño occidental de 10 años. El VIH le había hecho perder la vista de un ojo y como casi todos los niños, tenía malaria. Bouba siempre estaba triste, siempre estaba cabizbajo. La vida no le había dado ni un respiro. También conocí a Tené, una niña de 15 años que sin ninguna razón conocida una mañana se despertó y no podía mover las piernas. Lleva ya tres años tumbada en una cama llena de escaras y sin ninguna esperanza. Su cara era el fiel reflejo de la tristeza.
Cuando volví a España ya nada era igual. África me había cambiado la vida. Había aprendido la importancia de la austeridad como medio para valorar lo que realmente necesitaba. La austeridad además me proporcionaba libertad porque dejaba de depender de cosas que no necesitaba. Las cosas pueden darnos placer, pero no felicidad. La felicidad no tiene causa, es una disposición de la mente que no depende de las circunstancias externas. En África había aprendido a dar gracias a la vida, a dar gracias por tener un plato de comida o un lugar donde cobijarme. Yo, sin haber hecho ningún mérito, tenía de todo, y ellos, no tenían de nada. Necesitaba seguir ayudando a los más de 600 beneficiarios del proyecto WendBeNeDo y creé así la ONG Childhood Smile. Mi ayuda es muy pequeña, pero eso no me parecía razón suficiente para no hacerlo porque como decía la madre Teresa de Calcuta: “a veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota.”
Me equivoqué cuando pensé que tras cinco viajes a África y tres a Burkina Faso ya estaba curado de ese gran impacto que causa vivir en la cómoda Occidente y ver la cruda realidad en la que viven nuestros hermanos de África. Y sí, digo hermanos porque cuanto más viajo por el mundo, más gente maravillosa conozco y más me doy cuenta de que las etiquetas y las fronteras son un invento del hombre que nos separan y que en realidad no existen.

Durante mi segundo día en Kongoussi nos llamaron para avisar de que a Zariza, una de nuestras enfermas, la habían tenido que llevar al hospital. La sala de urgencias donde se encontraba era una minúscula habitación llena de polvo, arena, moscas, telas de araña y con un fuerte olor a orina. Había enfermos tumbados hasta en el suelo o sobre camas que no tenían ni colchón. Un hombre mayor con una sonda en el pene y orinando sangre se retorcía de dolor, se le caían las lágrimas pero el médico no podía hacer nada. No tenía medios. Los enfermos tienen que comprar hasta su propia comida o las bolsas de suero ya que la Seguridad Social no les proporciona absolutamente nada. Zariza tenía 27 años, pero estaba tan consumida que parecía una niña de 14. Sus bracitos y sus piernas parecían hechos de barro seco y resquebrajado. Su lengua era blanca y estaba llena de heridas y de llagas. Estaba muy inmunodeprimida por el VIH y sufría una gran deshidratación. Se me estaba partiendo el alma y lo máximo que sabía y podía hacer era salir fuera y respirar hondo. Tenía muchísimos sentimientos encontrados y me estaba costando ponerlos en orden.
El médico me preguntó qué tipo de sangre tenía ¿Sería capaz de dejarme sacar sangre en un hospital que carecía de todo tipo de medidas de higiene? Tenía miedo de que aquel pinchazo me pudiera trasmitir cualquier tipo de enfermedad pero en el caso de ser necesario, estaba dispuesto a hacerlo. Mi corazón estaba roto en pedazos y sentía la necesidad de ayudar a Zariza. Minutos después cuando volvimos a la sala de urgencias ya había una bolsa de sangre goteando sobre su minúsculo bracito. El donante había sido el marido. Según le extrajeron la sangre se la comenzaron a trasfundir a Zariza sin antes analizar compatibilidades o posibles enfermedades que pudiera contener.
La tarde del sábado me acerqué a la sede de WendBeNeDo para ayudar a los voluntarios a preparar la fiesta de los niños que se celebraba al día siguiente. Me encontré con Veronique y Jean Gabriel, dos fantásticos niños que ya conocía de mis anteriores visitas. Junto a otros niños estaban ensayando una canción usando dos bidones de plástico como instrumentos de música. Comencé a jugar con ellos a las palmas, a la zapatilla, nos hicimos fotos y comimos cacahuetes y caramelos hasta el anochecer.

Llegaba la hora de irnos cuando ya subido en el coche me di cuenta de que mi sitio estaba allí con Veronique, Jean Gabriel y Dieudonne y decidí quedarme y dormir en el suelo con ellos. Para los niños, que un blanco se quedara a jugar en lugar de irse a dormir a su cómoda cama fue una bonita experiencia, pero para mí, conocerles más de cerca y sentir su alegría y su aprecio fue una de las sensaciones más profundas y emocionantes de mi vida.

Ahora sé, que por muchas veces que vuelva a Burkina Faso, nunca me voy a curar de ese impacto que causa ver sus condiciones de vida porque por muchas gotas de agua que yo pueda ofrecerles, cada vez que vuelvo a España ellos me han dado un mar entero. 
Gracias África

Carlos Llano
@carlosLlanoFdez

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